(Atención: advertimos a nuestros tres posibles
lectores de que esta crítica de “Amor”, de Michael Haneke, destripa lo peor de
la película)
La manipuladora
impostación, la extravagancia cursi y la enfática sobriedad de “Amor”, de
Michael Haneke, con la que éste lleva a cabo una aborrecible perversión
preciosista del amor, se ponen al servicio de una película hitleriana de
terror. Su contenido desmiente a cada paso la pretendida “ternura fría” con la
que es escrutada por la morosa cámara del director, que se recrea hasta el
hastío en trivialidades supuestamente simbólicas y en impudicias supuestamente
poéticas. Como siempre sucede en la obra de este espabilado y prestigioso
autor, los vagos interrogantes sugeridos se quedan sin una respuesta narrativa
convincente. Y, en el caso de que se adivine alguna de las confusas claves que
se encierran en ese embrollo de alusiones, ésta no suele ir más allá del cliché
más simplista u odioso. Sus películas invitan al espectador a que se sirva él
mismo y a que haga todo el trabajo reflexivo que su creador no ha querido o no
ha podido hacer, como si Haneke estuviera convencido de que una historia bien
contada tiene que ser un self service de ideas heterogéneas y sin garantía, un
expositor donde se disponga un montón de mercancía revuelta para mayor
comodidad del que la vende. Lo malo, en su caso, es que si el comprador se
decide a probar uno de estos platos tan seductores descubre, decepcionado, que
tras esa osada cocina vanguardista de evocaciones refinadas y sutiles se
esconden los socorridos garbanzos de toda la vida o, lo que es peor, un mejunje
irreconocible elaborado con sobras batidas.
“Amor” es la enésima
exploración de Haneke en las inconfesables miserias burguesas contemporáneas,
aunque en esta ocasión su mirada denunciadora, que siempre es descarnada y
analítica, renuncie a ser reprobadora, despreciadora e inflexible y quiera ser
benigna, indulgente y comprensiva. Por eso, la degeneración física y mental de
dos ancianos cultos y acomodados, dotados de esa penosa y estúpida terquedad
que acostumbra a acentuarse en la vejez, nos es contada con una intención en
apariencia positiva: como si estuviéramos asistiendo al abnegado cuidado
amoroso con el que una admirable pareja tratase, resistiéndose a la
incomprensión del mundo convencional en el que vive, de preservar intacta hasta
el fin su irrenunciable dignidad personal. Sin embargo, en realidad “Amor” no
es más que la historia de cómo un viejo obtuso, cabezota y chiflado, que se ve
enfrentado a la enfermedad terminal de su esposa y es claramente superado por
este durísimo desafío, acaba desvariando tanto como la enferma a su cargo y la
arrastra a un insano aislamiento social, hasta el punto de que termina
asesinándola con impasible crueldad el día en que decide provocarle la asfixia
para acabar con todos sus males.
Resulta
indefendible considerar este espantoso crimen doméstico, esta impulsiva
reacción de impotencia, que coge desprevenida a la pobre víctima indefensa,
como si se tratara de un emocionante, lúcido y consecuente acto de amor compasivo.
Ni siquiera antes de que la conversación de la enferma se redujera a ser un
mero balbuceo incomprensible, había confesado ésta ningún deseo de morir, ningún
desesperado anhelo de paz definitiva. Pero es que, incluso si lo hubiera hecho
en alguna ocasión, la primera precaución de todo amante tendría que ser siempre
la de preguntarse si la extrema petición de su amada no pasa de ser una dudosa
petición figurada o un balsámico ruego exagerado. En cualquier caso, lo único
que está claro es que la enferma ansiaba, naturalmente, el cese del dolor insoportable
o la recuperación de la capacidad perdida. Pero de ahí a tomar sus quejas tan a
la ligera o al pie de la letra, como si a través de ellas la mujer estuviera dando
instrucciones literales para ser eliminada de la existencia, drásticamente y en
cualquier momento, va un gran trecho del que su esposo hace caso omiso sin
demasiado escrúpulo, sin ni siquiera plantearse seriamente una torturadora
disyuntiva moral y sin intentar una postrera comunicación aprobatoria. Lo
cierto, en suma, es que, en el momento en que su marido la liquida aplastándole
una almohada contra la cara, ya hacía tiempo que la anciana se había vuelto
incapaz de expresar ninguna voluntad inquebrantable, y mucho menos una firme
determinación suicida, por lo que sería muy arriesgado dar por supuesto que
estuviera deseando terminar como lo hace: brutalmente ahogada como un perro por
el loco de su marido.
Así, tenemos a un
fulano desquiciado que, pese a su envidiable posición social y a sus notables
recursos económicos, se resiste ridículamente, por culpa de una distorsionada
concepción de lo que significan la lealtad, el respeto, el sacrificio y la
dignidad, a aceptar ninguna ayuda externa, a descargar la responsabilidad que él
mismo se ha reservado en exclusiva y a reconocer su manifiesta incapacidad a la
hora de asistir a su dependiente –que no agonizante- esposa. Por tanto,
calificar a su injustificable arrebato de violencia como “una aplicación de
métodos eutanásicos”, como el cumplimiento de una súplica insistente con la que
un moribundo solicitaría una muerte dulce e indolora, es una increíble ceguera
de juicio o una insólita exhibición de cinismo. La película pretende ensalzar
el noble sacrificio religioso de un amante entregado, el cual dedicaría sus
últimas fuerzas a acompañar de la mejor manera posible a la mujer con la que
compartió su vida, a la doliente inválida que se va apagando patéticamente ante
sus ojos. Pero que este hermoso planteamiento derive en un enfermizo y opresivo
encierro casero y culmine en el sensacionalista y truculento sacrificio de una
mujer desvalida, la cual es incapaz de defenderse de la horrible agresión de su
verdugo, tan sólo demuestra la excentricidad morbosa de la propuesta y su
involuntaria contradicción interna. Aún más: Si, por un lado, el protagonista
defiende la protección del decoro de la enferma y su innegociable derecho al
pudor, por otro lado, en cambio, es paradójico e incongruente que toda la
película represente una obscena violación de esta respetable postura al
analizar pormenorizadamente, desde el punto de vista de un indiscreto fisgón
entrometido, hasta la última vergüenza íntima de sus desnudados objetos de
estudio.
En vista de la
“solución final” adoptada por el celoso marido homicida, que, so pretexto de un
piadoso amor confidencial, recurre a los mismos remedios higiénicos con que el
nacionalsocialismo se deshacía de los molestos enfermos incurables, lo único
que se puede decir es esto: que a lo mejor el internamiento en un residencia de
lujo propuesto por la hija del matrimonio no era tan mala idea.
(por La Mente Pensante)